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 Nostalgia, pasión, magia… Tango

«…Diez centavos la ronda, incluyendo las fichas»

Y ya es tango, en los burdeles de Río de la Plata y Buenos Aires. Ya está todo el corazón del tango entre los gánsteres y las prostitutas que hunden sus vidas y las de los que no tienen nada con posesiones, desesperación e ilusiones.
El verdadero comienzo se pierde y se difumina en las llegadas a la “Tierra de Plata”, a los puertos que primero acogieron a inmigrantes, principalmente italianos y franceses, pero también alemanes, rusos, húngaros, y eslavos. Gentes que se amontonan y se mezclan, pero no se amalgaman con los esclavos liberados de las pampas, ni con cubanos ni africanos. Pueblos sin tierra en busca de futuro, gente sin nada más que esperanza: viven en grandes conventillos y se asoman a los patios de la miseria con un castellano poco gramatical, mezclado con los dialectos de patrias lejanas.
Al principio sólo era música. Luego bailes entre hombres como ejercicio de seducción para reinas de burdel, después algunas palabras lanzadas como cuchillos al ritmo de la ira y la soledad. Poesía, finalmente. Quién sabe si importa reconocer en el tango actual los signos del destino y del
tiempo estancado como en las extensiones de la pampa, los movimientos de la danza Habanera cubana y española, o el ritmo del Candombe africano. Porque todo esto fue sólo agua y arcilla en las mil manos invisibles que modelaron la danza: un alfabeto de símbolos y recuerdos que sólo la necesidad de una gramática expresiva pudo conducir hacia la creación de un lenguaje universal, de lo profundo y lo oculto, de todo lo no dicho, del abismo del dolor, de la comunicación amorosa, de la afirmación orgullosa, de la alegría por una esperanza que acaba de nacer y aún es luz con suave aliento.

Ahora Argentina ha dejado de ser la “Tierra de Plata” e intenta salir de la larga noche de las dictaduras, cuando el pasado de todos fue borrado, los afectos destruidos, las esperanzas ahogadas en los crímenes de Estado. Entonces, hasta el tango fue casi silenciado, sobreviviendo en el exterior, como los exiliados, en el mito de Gardel, en su voz cristalina y en la poética del caminante que huye, pero que “tarde o temprano tendrá que detenerse / y aunque el olvido que todo lo destruye / ha matado mis viejas ilusiones / miro una esperanza escondida / que es la única fortuna de mi corazón”

Cuando conocí a Iller Bedogni sentí esa ráfaga de viento de su caminata, sentí que su Tango, como sólo un exiliado puede buscar, lo había llevado al interior de un mundo antiguo que lo envolvía, acercándolo a la gente, y luego a los gestos y movimientos de una posibilidad expresiva que es simbiosis de alma y cuerpo.
Sé poco de Iller Bedogni. Sé que se dedica al comercio y que trabaja principalmente en América del Sur, que viaja por obligación pero con curiosidad. Sé que la energía que transmite proviene de las cosas que ama, de los rostros y las historias que ha sabido contar, de las pasiones a las que ha sabido dar formas y nombres . Creo saber qué le atrajo de ese ritual de cuerpos fluctuantes, de la firme obstinación de los solistas de guitarra y canto. Creo que fue la necesidad de expresarse y, al mismo tiempo, el deseo de detener la imagen de un mundo que se desmorona y se derrumba, de la sensación de sobrevivir contra toda razón, con la sangre fluyendo sólo por las venas de la Boca, con el corazón en los cafés
infames, en las ruinas de los símbolos del pasado. Ha frecuentado los bares y las calles de Tango sin su cámara y sin el “uniforme”, como él lo llama, del trabajo eficiente y puntual que le toca hacer en ese país, sin la prisa de nuestros relojes biónicos, que marcan un tiempo que sólo nos esclaviza. Ha escuchado las historias de Carlito, Marianne e Indio. Ha pasado sus tardes en el Barrio Pompeya, en el Bar El Chino, antes de que lo demolieran con todas las efigies de los tangueros más hábiles y sutiles, más queridos, más infames, más cristalinos, más variados en las infinitas posibilidades y libertades del tango. “Por qué” Se preguntaba a sí mismo. “No podía alejarme de ese mundo de recuerdos, de vida dura y peligrosa, de amenazas, de cantos y pasiones”.
Cuando apareció su cámara con él, no era nada más que su bailarina, una seguidora perfecta para una danza dentro de uno mismo, y dentro de la ciudad y sus patios, para una danza apasionada con ojos penetrantes que no olvidan y miran fijamente la esencia impalpable de la danza: la mirada que traspasa, el aferrarse en sintonía perfecta, el juego de las intersecciones, el fingimiento, el rechazo manifiesto. Iller no buscaba el movimiento, sino la fugacidad del instante, que es sólo eso, precisa e interior, de un sentimiento que desaparece inmediatamente y es ya historia pasada, fuego de nostalgia. Un intento épico, como la danza misma, de fijar los momentos que componen y descomponen la vida: el equilibrio firme de un cuadrúpedo, la carrera rápida de puntillas, el curvarse y dejarse ir con el agarre seguro del compañero, la búsqueda de un pensamiento dirigido a otra parte, el guiar o sentirse guiado, el caminar y el cruzar por el solo placer de hacerlo, el perderse, el reencontrarse.

¿Podría ser el tango La cumparsita el dulce y metálico tono de la llamada de este móvil? Contesto, de todos modos. Y más allá de una línea que une dos mundos, separados por un océano de agua y muchos océanos de pensamiento, encuentro la voz de Iller desde Argentina. Llueve en Buenos Aires, pero Carlito está ahí, en la calle, con su guitarra y su voz cristalina, cantando, para mí, su tango solitario.
Entonces vuelvo a verlo, como en los retratos de Iller, justo debajo del obelisco de la calle 9 de Julio, mirando a lo lejos. Firme y poderoso, el símbolo de piedra se destaca contra el cielo; horizontal y sólida, como un pilar, la mirada del viejo tanguero. Y sigue en la calle Caminito entre los símbolos de la gran nostalgia gardeliana: fanalito, guitarra y orgullo inamovible escudando el tiempo.

Deambulo con venerable respeto entre los bandeonistas. Observo una mirada de áspera firmeza sobre las crudas notas de un tango de celos y condena, entre los callejones sin salida del abandono, mientras el instrumento se convierte en abanico y juego de luces. Encuentro una sonrisa de melancólico asombro, coronada por los discretos símbolos de la vieja cotidianidad de los cigarrillos y las sonoras y claras siglas de la multinacional Pepsi. Hay un guitarrista envuelto en el instrumento y su tango, sobre el fondo borroso de una realidad que le es tan ajena como un tren a toda velocidad. Ligero y rodeado de luz, aparece en una esquina el fantasma de un transeúnte. Los cantantes, aquejados de un tiempo que se ha perdido, son retratados desde abajo, como monumentos, con las manos abiertas a la defensa imposible, o cerradas y llenas de todo lo que ya se ha escapado.

Los bailarines danzan tangos diferentes: voluptuosos de sensualidad o de abandono total, que en un momento se retoma con desafío y disidencia, tangos de abrazos tiernos con las frentes apenas rozándose en un derroche de energías profundas, tangos de atletas y virtuosos, de alegría irreprimible e ingenua, bailados en las plazas de las ciudades, reproduciendo las geometrías de las formas perfectas de la invención y el azar. O tangos de nostalgia por un tiempo perdido y cincelado en el bajorrelieve de piedra, tangos de día en el ”Caminito” de la historia, mirando esa única silueta de cuerpos al paso que marca el objetivo.

El tango de Indio y Marianne, por fin. Una mirada consciente de absoluta dependencia. Una conexión amplia y segura, una figura de absoluta perfección. Unidos en vida por el tango, la vida misma luego los dividió. El tango los volvió a unir, pero sólo en la forma perfecta de la danza. En esas notas, en el poema de pasos y palabras, Indio y Marianne redescubren el instante intenso y fugaz, que embriaga y luego desaparece para cernirse solitario en el aire hasta el próximo ataque.

Iller tuvo su tango. Se dejó guiar, hasta encontrar su mirada y su paso. Encontró el corazón del baile y de la gente, estableció un contacto cálido y profundo y, a partir de los fragmentos de objetos y miradas, nos regala la emoción de un viaje a otro ritmo, lejano y quizás perdido para siempre. Nos deja una silla en la sombra, vacía y en buen estado.
Un bandoneón reposa en el suelo, cerrado pero abierto de promesas, por si quiere tocarlo alguien que busca su tango.

 

Cristina Paglionico

 

(periodista y profesora de fotografía)
(septiembre de 2003)
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